La Iglesia desde dos puntos de vista

Podemos considerar a la Iglesia desde dos puntos de vista. Primeramente, es la reunión de los hijos de Dios, formados en un solo cuerpo, unidos por el poder del Espíritu Santo en Cristo Jesús, el hombre glorificado, ascendido al cielo. En segundo lugar, es la casa o habitación de Dios por el Espíritu.

El Salvador se dio a sí mismo, no solamente para salvar perfectamente a todos los que creen en Él, sino también “para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11:52). Cristo cumplió perfectamente la obra de la redención; habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a la diestra de Dios. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.” El Espíritu Santo nos da testimonio al decir: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:14, 17). El amor de Dios nos ha dado a Jesús; la justicia de Dios está plenamente satisfecha por Su sacrificio, y Él está sentado a la diestra de Dios como un testimonio continuo de que la obra de la redención está cumplida, de que somos aceptos en Él y de que poseemos la gloria a la que somos llamados. Según su promesa, Jesús envió al Espíritu Santo del cielo, el Consolador, quien mora en nosotros, los que creemos en Jesús, y quien nos ha sellado para el día de la redención, es decir, para la glorificación de nuestros cuerpos. El mismo Espíritu es, además, las arras de nuestra herencia.

Todas estas cosas podrían ser verdad, aun cuando no hubiese una Iglesia en la tierra. Hay individuos salvos, hay hijos de Dios herederos de la gloria del cielo; pero estar unidos a Cristo, ser miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos, es otra cosa muy distinta; y es otra cosa aún ser la habitación de Dios por el Espíritu. Nosotros hablaremos de estos últimos puntos.

No hay nada más claramente demostrado en las Santas Escrituras que el hecho de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. No solamente somos salvos por Cristo, sino que estamos en Cristo y Cristo en nosotros. El verdadero cristiano que goza de Sus privilegios sabe que, por medio del Espíritu Santo, él está en Cristo y Cristo en él. “En aquel día”, dice el Señor, “vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20). En aquel día, es decir, en el día cuando hayáis recibido el Espíritu Santo enviado del cielo. “Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17).

La formación de la iglesia

La Iglesia está formada en la tierra por el Espíritu Santo que bajó del cielo, después que Cristo fue glorificado. Está unida a Cristo, su Cabeza celestial, y todos los verdaderos creyentes son sus miembros por el mismo Espíritu. Esta preciosa verdad se halla confirmada en otros pasajes; por ejemplo, en la epístola a los Romanos, capítulo 12: “Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (Romanos 12:4-5).

No es preciso citar otros pasajes; llamamos solamente la atención del lector respecto del capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios. Está claro como la luz del mediodía que el apóstol habla aquí de la Iglesia en la tierra, no de una Iglesia futura en el cielo, y ni siquiera de iglesias dispersas en el mundo, sino de la Iglesia en conjunto, representada, sin embargo, por la iglesia de Corinto. Por eso se dice al comienzo de la epístola: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro.” La totalidad de la Iglesia se halla claramente indicada por estas palabras: “Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan.” Es evidente que los apóstoles no se hallaban en una iglesia particular, y que los dones de sanidades no podían ser ejercidos en el cielo. Claramente es la Iglesia universal en la tierra. Esta Iglesia es el cuerpo de Cristo, y los verdaderos creyentes son sus miembros.

Ella es una por el bautismo del Espíritu Santo. “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo” (v. 12). Entonces, después de haber dicho que cada uno de estos miembros trabaja según su propia función en el cuerpo, el apóstol agrega: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (v. 27). Tened presente que esto sucede como consecuencia del bautismo del Espíritu Santo que descendió del cielo. Por consiguiente, este cuerpo existe en la tierra y comprende a todos los cristianos, dondequiera que se encuentren; ellos han recibido el Espíritu Santo, por lo que son miembros de Cristo y miembros los unos de los otros. ¡Oh, qué hermosa es esta unidad! Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; y si un miembro recibe honra, todos los miembros se regocijan con él.

La Iglesia es el cuerpo de Cristo, unido a Él, su Cabeza en el cielo. Venimos a ser miembros de este cuerpo por el Espíritu que mora en nosotros, y todos los cristianos son miembros los unos de los otros. Esta Iglesia que pronto será hecha perfecta en el cielo, es formada actualmente en la tierra por el Espíritu Santo enviado del cielo, quien mora con nosotros y por quien todos los verdaderos creyentes son bautizados en un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Como miembros de un solo cuerpo, los dones son ejercidos en la Iglesia entera.

Hay todavía, como lo dijimos, otro carácter de la Iglesia de Dios en la tierra; ella, aquí abajo, es la habitación de Dios. Es interesante observar que esto no tuvo lugar antes que se cumpliese la redención. Dios no habitó con Adán ni aun cuando él era todavía inocente, ni con Abraham, aunque visitó con mucha condescendencia al primer hombre en el paraíso, como lo hizo también más tarde con el padre de los creyentes. No obstante, Él nunca moró con ellos. Pero una vez que Israel fue sacado de Egipto, un pueblo redimido (Éxodo 15:13), Dios comenzó a morar en medio de su pueblo. Tan pronto como la construcción del tabernáculo fue revelada y regulada, Dios dijo: “Y habitaré entre los hijos de Israel; y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos” (Éxodo 29:45-46). Después de haber liberado a su pueblo, Dios habitó en medio de él, y la presencia de Dios fue su mayor privilegio.

La presencia del Espíritu Santo es lo que caracteriza a los verdaderos creyentes en Cristo: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Corintios 6:19). “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9). Los cristianos, colectivamente, son el templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en ellos (1 Corintios 3:16). Sin hablar del cristiano individualmente entonces, diré que la Iglesia en la tierra es la habitación de Dios por el Espíritu. ¡Qué precioso privilegio! ¡La presencia de Dios mismo, fuente de gozo, de fuerza y de sabiduría para su pueblo! Pero al mismo tiempo, hay una enorme responsabilidad en cuanto a la manera en que tratamos a un invitado tal. Citaré algunos pasajes para demostrar esta verdad. En Efesios 2:19-22 leemos: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.”

Los apóstoles Juan y Pablo, y más concretamente el último, hablan de la unidad manifestada ante los hombres, para testimonio del poder del Espíritu a los hombres. En Juan 17 leemos: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:20-21). Aquí, la unidad de los hijos de Dios es un testimonio hacia el mundo de que Dios envió a Jesús para que el mundo crea. Como consecuencia de esta verdad, está claro que el deber de los hijos de Dios es manifestar esta realidad. Todos reconocen de qué manera el estado contrario a esta verdad es un arma en las manos de los enemigos de esta verdad.

El carácter de la casa y la doctrina de la responsabilidad de los hombres se enseñan aún en otros pasajes de la Palabra de Dios. Pablo dice: “Vosotros sois, edificio de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima, pero cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Corintios 3:9-10). Aquí, es el hombre el que edifica. La casa de Dios se manifiesta en la tierra. La Iglesia es el edificio de Dios, pero no tenemos allí la obra de Dios solamente —esto es, los que vienen a Dios atraídos por el Espíritu Santo— sino el efecto de la obra de los hombres, que a menudo han edificado con madera, heno, hojarasca, etc.

Los hombres confundieron la casa exterior, edificada por los hombres, con la obra de Cristo que puede ser idéntica a la de los hombres, pero puede también diferir ampliamente. Falsos maestros atribuyeron todos los privilegios del cuerpo de Cristo a la “casa grande”, compuesta de toda clase de iniquidad y de hombres corrompidos (2 Timoteo 2). Este fatal error no destruye la responsabilidad de los hombres en lo que respecta a la casa de Dios —su morada por el Espíritu Santo—, como tampoco esta responsabilidad se destruye con relación a la unidad del Espíritu, en un único cuerpo sobre la tierra.

Me parece importante señalar esta diferencia, porque arroja mucha luz sobre las cuestiones actuales. Pero prosigamos con nuestro tema. ¿Cuál era el estado de la Iglesia al principio en Jerusalén? Vemos que se manifestaba el poder del Espíritu Santo maravillosamente. “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2).

La unidad, en lo que respecta a su manifestación, está destruida. La Iglesia, que una vez era bella, unida, celestial, perdió su carácter; se halla oculta en el mundo; y los mismos cristianos son mundanos, llenos de codicias, ávidos de riquezas, de honores, de poder, similares a los hijos de este siglo. Son una epístola, en la cual nadie puede leer una sola palabra de Cristo[4]. La mayor parte de lo que lleva el nombre de cristiano es infiel o constituye el asiento del enemigo, y los verdaderos cristianos están perdidos en medio de la multitud. ¿Dónde encontrarán “un solo pan”, el emblema del “un cuerpo”? ¿Dónde está el poder del Espíritu que une a los cristianos en un solo cuerpo? ¿Quién puede negar que los cristianos hayan sido así? ¿Y no son culpables de no ser lo que una vez fueron? ¿Podemos considerar bueno que se esté en un estado muy diferente del que estaba la Iglesia al principio, y que la Palabra reclama de nosotros? Deberíamos estar profundamente afligidos de un estado tal como el de la Iglesia en el mundo, porque no responde de ningún modo al corazón y al amor de Cristo. Los hombres se limitan a tener asegurada su vida eterna.

Es interesante observar cómo todas las cosas en las que el hombre fracasó, se restablecen de una manera más excelente en el segundo Hombre. El hombre será exaltado en Cristo, la ley escrita en el corazón de los judíos, el sacerdocio ejercido por Jesucristo. Él es el hijo de David que reinará sobre la casa de Israel; regirá las naciones. Lo mismo ocurre en lo que se refiere a la Iglesia; ella fue infiel, no mantuvo la gloria de Dios que le había sido confiada; a causa de eso, como sistema, será cortada de la tierra; el orden de cosas establecido por Dios finalizará por el juicio; los fieles subirán al cielo en una condición mucho mejor, para ser conformados a la imagen del Hijo de Dios, y se establecerá el reino del Señor en la tierra.

Todas estas cosas serán un admirable testimonio de la fidelidad de Dios, quien cumplirá todos sus propósitos a pesar de la infidelidad del hombre. Pero ¿anula esto la responsabilidad del hombre? ¿Cómo Dios, pues, como dice el apóstol, juzgaría al mundo? Nuestros corazones ¿no sienten que arrastramos la gloria de Dios al polvo? El mal comenzó a partir del tiempo de los apóstoles; cada uno agregó a éste su parte; la iniquidad de los siglos se amontona sobre nosotros; pronto la casa de Dios será juzgada; se volvió a demandar la sangre de todos los justos a la nación judía, y Babilonia también será hallada culpable de la sangre de todos los santos.

Es cierto que serán arrebatados al cielo; pero, junto con eso, ¿no deberíamos afligirnos por la ruina de la casa de Dios? Sí, sin duda. Ella era una; un testimonio magnífico a la gloria de su Cabeza por el poder del Espíritu Santo; unida, celestial, la cual daba a conocer al mundo el efecto del poder del Espíritu Santo, que ponía al hombre sobre todo motivo humano, y hacía desaparecer las distinciones y las diversidades, llevando creyentes de todas las regiones y de todas las clases para ser una sola familia, un solo cuerpo, una sola Iglesia: testimonio poderoso de la presencia de Dios en la tierra en medio de los hombres.